La pureza



La noche anterior, soñé con un poco de la pureza perdida, los inicios de un pestañeo y el respirar con somno aliento. Decidí pasar la noche en mi sillón, intentando pensar en otras cosas que no fueran los estresantes trabajos finales. Me quedé dormido en el primer intento de pensar un poco sobre los proyectos, así que me deslicé perdiéndome y huyendo de la razón. Hay tantas lagunas y recortes en los sueños. Al abrir los ojos, los sueños que parecen cera tibia derretida por el calor del núcleo del cerebro y el alma se solidifica y se pierde parte de ella, la vista de la cabeza se nubla y se pierde. He olvidado grandes sueños por el despertar y la invasión de la realidad. Este sueño, a diferencia de miles, se vio anclado a mi memoria y realidad como con un broche atravesando el cielo. El cielo. Hay tanta pureza...

Muchos de mis amigos y yo íbamos en un camión, todos durmiendo. Digno de una escena introductoria de Pamuk, el vehículo atravesaba una carretera nevada. La oscuridad de la noche arrullaba en silencio el ambiente, unas tinieblas mansas que eran desgarradas fríamente por las luces del camión. El interior estaba oscuro, en quietud durmiente, y ella ronroneaba a mi lado: tomándome las manos, tibias y pequeñas las suyas, frías y secas las mías: Consuelo. Noté que a lo lejos, a través de la ventanilla, que la oscuridad no llegaba a devorar todo. Los cerros parecían ancianos durmientes bajo enormes cobijas, apolillados, llevando horas de no darse calor con la lámpara de aceite. Lo demás es silencio, de la memoria se resbalan cosas que por efecto de gravedad se pierden en el laberinto sin hilos. La luz clareo, pero la niebla lo cubría todo. Blanco, rosa blanca como los botones de sus dientes. Ella lucía bellísima: el cabello largo, muy lacio, con un fleco recto que le cubría la frente. Su rostro era blanco, de pómulos rosados y labios rojos, justo como a recuerdo, enfundada en ropa invernal blanca. Todos mis amigos se bajaron del camión, con dirección a la niebla. Me despedí amistosamente de ellos, esperando algún retorno a la escuela, o a la calle, o cualquier calor. Había silencio bello, un silencio de entre dos notas de piano. Sabía que nosotros dos los habíamos acompañado hasta ese, su destino, la niebla que devoraba las personas para llevarlas a algún lugar, yo que sabía, no me importaba nada, el camión retornaba al camino, a la niebla entre las montañas que rodean la Ciudad. Este nos llevaría hasta nuestra Terraza, nuestra Casa. "Vamos a la Casa" me decía ella. Un camión donde estábamos solos ella y yo, contemplando felices nuestros vahos exhalados al ritmo de nuestros latidos que se aceleraban por la felicidad. Sus labios brillaban, y la nostalgia del jardín llorón de mi antiguo sueño regresó, golpeando mi corazón con una onda de dolor, pero encerado de felicidad por la unión, siempre tan nueva y eterna... Sus labios brillaban con la luz blanca del silencio. Un piano, Chopin se escuchaba etéreo y atemporal en el acercamiento de nuestros labios. Entonces me di cuenta que era una memoria, de aquellos días eternos que pasamos. El sueño, en mi corazón, invadió la realidad y la memoria, tan sufrida de Seneca, que la hizo parecer como un recuerdo real. Como los jardines llorones en lienzos blancos.
Abrí los ojos y vi por la ventana el cielo azul. En ese inmenso día de inicios de diciembre, alto otoño, navegaban lentamente dos nubes que parecían botones de una blusa celeste. La luz directa del sol sombreaba sus barrigas, dándoles la identidad clara de una plataforma. En el umbral, recordé que yo ya había estado allá arriba, en las nubes, escuchando notas bajas y limpias en la pureza de la presencia de sus labios finos y rojizos, de sus ojos, simples y limpios.

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