Los vecinos



Los vecinos.


-Espérate… ¡ya! ¡Ubaldo! Ja ja ja.
-No, ahí quédate.
-Pero ya me tengo que ir a trabajar.
-No, no, no, no, ahí te vas a quedar.
-Ay, no, quítate de encima, ¡ah! ¡no, no! Ja ja ja, ¡no me muerdas!
-Güácala, aun sabes a sueño, sabes saladita.
-Ay, pues es tu culpa por hacerme sudar en la noche, menso.
-¿Yo? ¿Menso? ¿A quien le dices menso, tu?
-¡Ay no, ay no! Ja ja ja ja.
-….
-….
-….
-….Ah
-….
Lo demás fue imperceptible. El silencio de la mañana devoró sus susurros y pequeños gemidos reservándolos solo para sus oídos. Me propuse a perseguir sus sonidos, intentando controlarme y colarme en ellos. Mi corazón se agitaba muy rápido, tragaba saliva constantemente, nervioso y excitado. Pero a la larga, fue inútil, como si hubieran desaparecido. A veces creía escuchar algún crujido de cama, pero no estoy seguro si lo fue o no. El tronido de la carcasa de la televisión expandiéndose y contrayéndose me trajo al mundo fuera del voyerismo.
Me levanté de la cama y percaté que mi hermano mayor había dejado encendida la radio en la cocina. Sonaba In the morning de The Coral. El suelo estaba frio y ni la radio o el tráfico de la calle servían para calmar el voraz silencio en que estaba inundado mi departamento de la colonia Agrícola. Me extrañó el no escuchar el crujido de los huevos o el tarareo de mi madre de canciones viejas que le recordaban a mi abuelo, o mi hermano quejón hablando de sus días y sus horas de escuela con ella. Hacía un frio más que habitual en estos días de diciembre, este carcomía las entrañas desde dentro y lo expulsaba en un calor raro y un poco placentero. Los espejos de la casa estaban opacos. Durante ese tiempo me encontraba realizando un trabajo de investigación que después me publicarían en un par de revistas electrónicas y en formato libro, acerca de la locura en la obra de Cortázar y Donoso. Llevaba un par de meses escribiendo y escribiendo sin parar y sin poder terminar. Este borrador se estaba complicando más de lo normal. Citas, notas, cambios de ideas. A veces sentía que la historia se repetía sin ser un circo en la segunda vuelta. El tiempo pasaba y pasaba, el ríos no se secaba. Aun en calzoncillos, me senté frente a mi escritorio y comencé a repasar mis notas. Mi vista se clavo en un fragmento que había escrito en una hoja de papel:

-No estás solo, Horacio. Quisieras estar solo por pura vanidad, por hacerte el Maldoror porteño. ¿Hablabas de un doppelgänger, no? Ya ves que alguien te sigue, que alguien es como vos aunque este del otro lado de tus condenados piolines.

Y entonces, las voces llegaron del otro lado del muro.
-¡Ya te dije que no, chingao! Ahorita no puedo encontrar un trabajo, aun traigo la mano lastimada.
-Estoy empezando a creer que solo es un pretexto para estar tirando la hueva. ¿Cuándo recoges o limpias algo? Hasta tu mismo te aburres.
-Mira, mejor cállate el hocico o te lo rompo, cabrona. Ya tengo suficiente con ir a recoger al chamaco.
-Es que a veces no soporto que soy yo la que tengo que hacer to…
Se alejaron poco a poco y el sonido se fue perdiendo. La concentración en mi trabajo se fue con el sonido de sus voces y poco a poco me fui rodeando de un silencio muy profundo que me dejó estático un buen rato. Hacia 10 años que no escuchaba voces vecinas. Durante 10 años, el departamento de a lado permaneció deshabitado y en silencio que se rompía con el rodar de una canica. Los vecinos anteriores partieron de la unidad el día posterior a la graduación de mi hermano. Asistieron a su fiesta, comieron mole con arroz y bebieron unas cuantas cubas. Después, despidiéndose amablemente de mi madre, partieron para no volverles a ver jamás. Me sorprendió mucho la unidad que ambos formaban en la fiesta, casi una pareja perfecta, hipnótica entre las multitudes con rostros etílicos y ceños fruncidos. Estaban separados de los demás, platicando solo entre ellos, sin sus hijos. Fue una noticia de todos los días las discusiones entre ellos y mi madre por la forma en que le gritaban a sus niños. ¿Es que acaso la misma historia se repetía diez años después? No me sorprendería. Vivíamos en una colonia muy pobre y la violencia intrafamiliar era cosa de todos los días. Patología, herencia en cajas de oro. Amén.
Me vestí y salí a caminar al centro un rato, comprando una cajetilla de cigarros mientras leía los encabezados de los periódicos. Uno de ellos decía: “De corbata. Muerte en Pantitlan previo a la visita de…” y el nombre del político que entregaría una nueva unidad habitacional. Vaya, esto fue de la mano pensando esa mañana en los días y los años de las colonias del oriente, la civilización y la barbarie que estimularía a algún Sarmiento, tan lejos del sol y con pies de gelatina de Texcoco con toneladas de basura y cereza en la cima. A la postre.
Don Roque estaba vendiendo sus cigarros cubanos a algún oficinista cuando me acerqué a él. Era un hombre viejo y ciego que afirmaba ver las cosas sintiendo el aire.
-¡Hijo mío! Te estaba esperando.
-Buenos días, don Roque.
-Ey, buenos días. Esta mañana pasó un joven muy alto, creo que venía mascullando alguna respuesta. Creo que se iba a León con esa respuesta.
-¿Como sabe que a León?
-No estoy seguro si a León o a un león, ahí van los que quieren perder los ojos inconscientemente.
Rato después volví a mi escritorio. Las palabras de don Roque se me clavaron como un pasador que sostiene el cabello, pero ¿que sostenía? Revolví mis notas y leí otro fragmento de Rayuela:

-No es la Maga –dijo Traveler-. Sabes perfectamente que no es la Maga.
-No es la Maga –dijo Oliveira-. Se perfectamente que no es la Maga. Y vos sos el abanderado, el heraldo de la rendición, de la vuelta a la casa y al orden. Me emp…


Del muro no salió un solo ruido durante días. Alguna voz, respiración, hoja de placer. La soledad del asunto me convencía que habían desaparecido. Pensé, pero deseché casi instantáneamente la idea de que fueran tan solo visitantes o gente mandada a limpiar para que posteriormente ocuparan otros. La deseché porque hubo una gran naturalidad en aquellas dos discusiones que escuche. Casi como un recuerdo. Después caí en cuenta, cuestionándome, ¿Por qué carajos debía interesarme en todo esto? Regresé a mi artículo con dos pares de calcetines enfundando mis pies. Tenía un frio espantoso. Los días pasaban, las letras fluían y en las noches salía a caminar a las calles buscando algún alivio del frio de mi habitación. Era extraño, las calles eran muy tibias, placenteras, mas los rincones donde uno podía sentarme y contemplar oculto las luces de los autos pasar. Dormí un par de veces y el retorno a mi hogar me despertaba como un filo que desgarraba mi cerebro. Durante un desayuno hablé con mi madre.
-Qué raro… jamás nos informaron que el departamento iba a ser ocupado de nuevo. Digo, esas cosas antes las reportaban a la comunidad.
-Los tiempos han cambiado, madre. Aunque creo que no están en todo el día, no hacen ruido más que en sus peleas.
-¡Ay! ¡Otra vez con esos monigotes! ¡Siempre nos tocan sorditos que se tienen que gritar para escucharse unos a otros! ¿Te acuerdas de la “jitomata” esa de hace diez años? Pinche vieja, se largó por que la reportamos.
-¿Cómo?
-¡Sí! La reportamos con las autoridades de la unidad una ocasión que comenzaron a golpear. Creo que hasta una patrulla entró, pero ya ni me fijé. Yo andaba bien dormida. Pero, ¿dices que se pelean seguido?
-Ayer en la mañana se agarraron del chongo.
-Vaya, otros loquitos. Presiento que terminaremos llamando a la patrulla otra vez. A ver, pásame la salsa.
-Sí, mamá.
-¡Mira como estas de pálido! No has salido aun, ¿verdad?
-No, aun sigo trabajando en los artículos pero siempre me termino aburriendo. Tu y Juan llegan bien tarde y mucho silencio me vuelve loco.
-Ajá, si con tus nuevos vecinos vas a tener mucho ruido… ¡pero no me gusta eso de que te quedes encerrado en el escritorio tanto tiempo!
-Siempre salgo a caminar un rato y le hago plática a don Roque. Me quedaría en la colonia, pero me desagrada la gente de aquí.
-Ay, tú y tus prejuicios.
-¡Pues que esperabas! Aquí no hay nada, y nunca lo habrá. ¿Cómo llegamos aquí?
-Por tu padre, que en paz descanse, porque no quería que estuviéramos allá, en el centro, era muy peligroso y sus hermanas estaban siendo acosadas por los padrotes. Es lo mismo allá que acá, que en todos lados, aquí nos toco vivir y después tal vez para mi, morir, pero no para ti. Ay, mijo ¿por qué no te consigues una novia o algo así?
-Bueno, esta discusión termino, ya soy un adulto y no tengo por qué estar discutiendo esto.
-Ya, ya, ya te vas a poner gallito con la gallina, pollito. Por cierto, ya te compré un espejo para tu pared. Está bien lindo, lo compre en el tianguis.
-¿Un espejo?
-Sí, deberías verte más seguido, ¡ya rasúrate!
Satisfecho, me levanté de la mesa y le planté un beso enorme en la frente. Con mis trastos sucios fui al lavabo cuya ventana daba al cubo interno de la torre. Mis tíos hablaban de ese cubo como el interior-tendedero de una vecindad, donde todas los cantos de lavadero se entonan, todos los chismes circulan a la orden del día. Miré a través de la ventana la luz que salía de la cocina de mis vecinos. Se podía ver un poco de la sala alumbrado con una lámpara que colgaba del techo. No se veía movimiento alguno en el interior. El tendedero de la azotehuela, vacio, se mecían en el calor del boiler. Mi departamento se oscureció dos horas después, al cruzar el atardecer. Me levanté por algo de comer y mi vista fue atrapada por la luz de la cocina, más tenue, proveniente de la sala. El tendedero ya no se mecía por el peso de la ropa: camisas, un pantalón, ropa interior mojada, y cerca de la ventana, meciéndose con el viento, una prenda de bebé. Amarillo pálido por las muchas lavadas que le habían dado, brillaba a la luz de la luna, opaco, fantasmal. Me estremeció el pensar y recordar esa sensación de muerte en algo tan inocente. Hay cosas que te insensibilizan en la vida, mas en los medios que vivimos y aprendemos, pero es cotidiano y no invade lo primigenio, es superficial. No hay inocencia en nada después de la pubertad, pero me vencía la idea de la corrupción de algo tan inocente. La muerte se hallaba en esa prenda, exponiéndose al baño de una bella luna, como si la melancolía lo supiera y la acusara. Se escuchó una conversación venida de la cocina, la luz se encendió y las voces no quedaron mas en las tinieblas. Estas rebotaban por los muros internos y se escuchaba bien en todos los departamentos.
-…y fue ahí en el trabajo donde me contaron.
-Y ya…
Tuve un poco de sueño y decidí regresar a mi habitación y dormir un poco. Miré extrañado por un instante la ventana de enfrente y una cabellera se mostró en medio segundo con dirección a la sala. Volví a la locura de mis papeles. A esa hora yo ya había puesto el espejo nuevo que me dio mi madre. Me acerqué a verme en el. Si me veía un poco demacrado, ¿de qué se quejaba mi madre? Si no trabajo en esto, no tendremos que comer, su sueldo no es suficiente y mis hermanos no están en todo el día. Me revisé las ojeras, me oculté entre la barba, debajo de los parpados, abrí la boca y saqué la lengua completa. Entonces hablaron de nuevo.
-¿Y tampoco me vas a creer si te digo que esta noche la Estela se entrego a mí y me dijo que me quería? ¿No me crees, ah? Bueno, entonces anda a la salita turca y te convencerás. Anda a ver a la Estela, que está durmiendo ahí, en el mismo diván donde hicimos el amor. ¿Por qué no vas? ¿Crees que es otra mentira o locura mía? ¿O te parece tan poca cosa que no soy digno ni siquiera del amor de una sirvienta? ¿Ah? Contéstame…
Me despegué lentamente de la pared cuando el silencio se torno retorno a las habitaciones. Eso que dijo yo lo había escuchado antes… yo lo había leído en algún lugar. Me dirigí rápidamente a mi escritorio y saque el libro Coronación de Donoso. Ultimo capitulo, La coronación, desenlace de la novela. Cada palabra era exacta, pero en voz de aquel sujeto al otro lado del muro. Ubaldo. Me acerqué poco a poco reflejándome paso a paso en el espejo. Pegué la oreja al espejo intentando escuchar algo.
-Mira, nos está escuchando.
Me despegué tan abrupto que me fui de espaldas. El pecho me dolía del terror. Mi rostro pálido se reflejaba en el espejo, este parecía mirarme. El vacio.
-Mira, nos está viendo.
Fueron semanas de encierro en mi casa. No lo recuerdo bien. Quince días en mi habitación, con mis vecinos que se sentían cada vez más dentro de mí, dentro de mi cuerpo, principalmente en mi rostro. Trate de no salir de mi habitación y pude transcribir algunas de sus conversaciones. La mayoría era de películas que yo no había visto en años. No lo escribiré aquí, están en todo, en las paredes, en estas hojas de papel… hablaban cada vez que yo comenzaba a trabajar, intercalaba líneas enteras con mis escritos, interrumpiéndome y complementándome en la locura de Cortázar y Donoso…
Trainspotting, Quien voló sobre el nido del cucú, Underground, Los tres chiflados, Apocalipsis, ahora!, algunas frases de Torito, Nadie me vera llorar, algunos poemas de Consuelo Muñoz, todos eran diálogos y conversaciones. Todo lo escribí en las paredes, a los lados del espejo, era lo más cercano que tenía en la intensidad de pegar el oído. Después encima, debajo, algunos en el techo. Para el noveno día… mierda, olvidé el nombre de la película. Para el decimo día el dijo “Siempre tendremos Buenos Aires.” Esa fue la frase que le dije a María la última vez que la vi. Esas eran mis palabras, parafraseando a Bogart para despedirme de ella. El espejo se soltó solo, en un movimiento hipnótico, cayendo al suelo quebrándose. Pero el muro aun reflejaba mi rostro, como si estuviera barnizado. En algunas horas me reflejaba, otras el reflejo parecía ser una ventana a una habitación exacta a la mía. En ella, había un niño pequeño, rodando una canica. No lo recordaba, jamás lo había visto, pero su ropa era opaca, percudida con la melancolía muerta del babero. Eran los mismos sonidos de mi niñez. Deje de trabajar esperando las voces. Estas permanecían en los muros y su reflejo, como unos cuantos susurros que surcaban el aire como unas cuantas mariposas, la violencia de una mosca en la playa. Iba a tomar mi trabajo cuando comenzaron a hablar. Mi rostro se reflejó, dejándome ver lo demacrado que estaba.
-¡Te dije que te callaras, pendeja! Ve a callar al escuincle también.
-¡Vete a la verga, puto!
-Mira hija de la chingada –Ubaldo se alejó y volvió a la habitación-. ¿Ves esto? Ándale, con que sí. Lo encontré entre tus cositas ayer. Polvito mágico, con que con esto te das tus desquites. ¿Y si esto se lo llevo a los polis? ¿Eh?
-No cabrón… no, mi amor, mi vida…
-Cállate y apágale a tus pinches telenovelas.
Escuché un forcejeo. El se alejó con grandes zancadas.
-¡No, no! –grito ella.
Hubo silencio.
-¡Hijo de tu puta madre! Hijo de tu recontraputa madre…
-A ver si así se calla…
-Lo mataste…
-¡Ya cállense! ¡Los voy a reportar!
Era la voz de mi madre. Salí corriendo a grandes zancadas al edificio de a lado y toqué la puerta. La puesta tenía un espejito en el que se reflejaba mi rostro lleno de terror. Las lagrimas caían por mis mejillas… Una gota de sangre resbalo por mis labios, salió de mi nariz. Desesperado, de golpe, la quité con el brazo. Seguí tocando y tocando sin obtener respuesta. Me paré firme y grité.
-¿Donde está Misiá Grey?, ¿Donde la dejaron?
-Está dormida, ya cállate –me respondieron del otro lado de la puerta.
-Hijo, ¿estás bien? –alguien me tocó el hombro. Salté espantado.
-¡Ay dios! Si… señora… solo que…
-¿Qué paso? –era doña Carmen, siempre bondadosa y comprensible.
-Es que… me pareció escuchar unos ruidos muy extraños en este departamento... muchos ruidos.
No podía hablar bien, estaba aterrado y avergonzado en su presencia.
-Míjo, aquí ya no vive nadie desde hace 10 años. Ya nadie quiere vivir en esta colonia.
Al día siguiente visité a mi amigo don Roque y le conté lo sucedido, sabía que él me comprendería a la perfección, lo veía en sus manos grandes y viejas por el trabajo de años.
-O sea que viste el espejo –me pregunto don Roque, yo fumaba un Cohíba que comenzó a consumirse entre mis dedos.
-El espejo… -la mano comenzó a temblarme.
-Sabes, yo no nací ciego. Antes de que perdiera la vista, fui al rio a nadar solo y me sumergí queriendo agarrar piedritas del fondo. Salí con un buen puño, grande y las llevé a la orilla para construir un castillo. A mí me gustaban mucho los castillos, aunque nunca he visto y vería uno. Entonces, en la tercera inmersión, la corriente se puso brava y cerré los ojos, gritando mucho bajo el agua, porque esta me arrastraba. Entonces los abrí, y el agua me entró por a los ojos, limpiándomelos. Lo último que vi antes de que me pegara en la cabeza con una piedra fue a mi tío Cipriano, el loco, rezando un rosario frente a la virgencita. Después ya no volví a ver nada, me encontraron en la orilla tirado como pez sacado por Cristo en la arena. Mi padre trató de aliviarme pero no sirvió de nada. Ahora veo puras luces como marigüano, pero entre esas luces salen figuritas de una pared que esta frente a mí, son las personas, sus voces y hasta me puedo ver a mi mismo reflejado en las figuras. Escucho, siento, huelo, pero aquí adentro. –Se señaló la cabeza-. Estoy solo junto a la pared.
-Y entonces, cuando podía ver, ¿también veía la pared en algún lugar?
-No, yo solo veía el bosque frio de Michoacán, verde y frio donde los sonidos movían las ramas y el agua. Y en casa, solo veíamos la pared cuando le rezábamos al Cristo y a la virgencita. A ellos les llegaban nuestras palabras.

El día que terminé mi trabajo, el muro, como le llamaba don Roque, había desaparecido. Volví a colocar el espejo que mi madre me había regalado. Don Roque me sorprendía cada día más, y mucho mas sabiendo del espejo y la pared. Traté de respirar el polvo de la pared, sentir los sonidos que tanto presionaban mi alma y mi corazón… me alejé y abrí los ojos. Del otro lado se escuchaba una voz.
-Fue una fiesta preciosa, Carlos: debías haber venido. Pero tú por andar con tus preocupaciones de amor no viniste. Hubo de un cuanto hay, vino y pasteles, y mucha, mucha gente, toda bella y toda joven…, y nos portamos tan bien que nadie nos castigo.
Y nadie volvió a hablar jamás.


A Carlos López.
10 de septiembre de 2009

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