El viento




El viento



Para A.S., B.R. y K.R.,
tres sables dormidos
en la hierba.


Mientras ella cruza el umbral de la puerta, no puedo resistir en recordar el día que le leyeron la mano y le gritaron con palabras suaves que esta era su última vida. Yo estaba fuera del establecimiento de la adivina, fumando en la soledad y el escepticismo. Me negué a entrar y ella lo aceptó muy comprensible, sabiendo en el fondo la verdad: tenía miedo a que no le mencionaran mi nombre y si el de otro hombre.
En vidas anteriores, al parecer la primera, encontró un amor que la marco profundamente. Aquel amor movió prados enteros, cambió el curso de los ríos, hicieron que los animales bebieran del cielo echados con sus patas traseras, pero también fue testigo del sable y la sangre, guerras y exilios. Para conseguir ese amor tan hermoso, ella hizo algo terrible. Hubo menciones de fuego bajo la tierra y sangre en un vaso de agua. Al morir, fue condenada a que el resto de sus vidas posteriores, a excepción de la última, cuando encontrara de nuevo a aquel amor, la vida misma se lo arrebataría y se burlaría una sola vez por turno, lo que sería suficiente. Para su ultima vida, lo recobraría y finalmente llegarían a un epilogo que nunca se habría de concretar. Y a pesar de ser un alma vieja y tener 42 años, su cuerpo es radiante y bello. A diferencia de muchas mujeres que asisten a este club de baile, ella nació exclusivamente para moverse como un árbol antiguo entre el viento de los tiempos. Sus bailes son como mareas violentas y anemonas nocturnas, lentamente suaves para aquel que sabe ver, que sabe deleitar el fuego que le impregna la ropa y hace que te desnudes. No. Te desnuda de alma para mostrarte la pureza del fuego, no el fuego purificador. Entra aparentando una coqueta ingenuidad y aquellos que la conocen de vista son atrapados una y otra vez sopesando la belleza y la mentira piadosa de su juventud física, el morder de sus labios y el brillar de sus ojos. Yo bebo de mi botella, de las yemas de mis dedos, la botella fría evapora mi emoción y la presiono solo un poco más, cerrando los ojos un poco y después abriéndolos sin que nadie, ni ella me vea, pero sonriendo un poco, un instante. Ella no me ha visto aún, pero sabe muy bien que la acecho con la vista, como un jaguar sobre una presa que le dará una buena pelea. Sonríe un poco sin verme, porque sabe que aquí estoy, sonriendo para ella.
Su piel es un vestido viejo, pero se enfunda tan bien en ella que es un guante suave en la mano de un pianista joven en una gran sala celestial, antes, unos segundos previos a las primeras notas de abrir las alas de Chopin y despegar al vuelo. De carmín sanguíneo y sus zapatos son blancos, ya algo viejos (tal vez no eran de ella). Eran los pies de Hermes anclados a Gaea y en su vuelo la arrastraba saludando a los dioses por el Caos.
Bajo un poco la mirada. Regreso a la cerveza mientras pierdo la visión entre el techo y la botella brillante. Después la miro a ella. Se encuentra a alguno de sus amigos a su paso y los saluda de beso y un ligero abrazo tomados de los hombros. Los principiantes casi hacen fila para saludarla y de paso tentar cutáneamente a un ángel.
De toda la ceremonia de saludo indirecto entre ella y yo, era aquí donde más precaución tomo yo al mirarla. En muchas ocasiones amablemente le quité tipejos de encima.
-A ver, mí chavo, mas respeto que es mi novia.
-Si doctor, no se preocupe, ya me voy
-Bueno ya, que ella ya tiene señor y los otros solo apestan.
-Si, doctor, váyase con cuidado, cuídela mucho.
-¿Por qué o qué?, ¿es amenaza o qué?
-¡No, como cree! Hay mucho vándalo y rufián allá afuera, mas en Salto del Agua. Llévesela bien en el coche.
-Más te vale.
Ella solo sonríe -por que la sonrisa es el lenguaje más puro de la descripción de palabras que no se dicen y son un tesoro mortal el escuchar- ya que le cuento a todo mundo que somos novios. Novios. Ja. A mis 56 años solo sé que los “novios” son el jueguito de los niños para creerse sus papás, jugar a la familia feliz y soñar. No somos novios porque llegamos mas allá que eso.
Y los hombres la miran como lobos sobre un cordero pero no saben que es un león en piel de borrego, sus patas tienen escamas de dragón y los ojos bien puestos en el corazón.
Saluda a algunas viejas compañeras de baile, que a pesar de parecer momias abotagadas de aserrín, pero siempre las ha querido como hermanas y viceversa. Son las muchachitas de entre 16 y 26 las más vulnerables en este lugar, la carne nueva que se come cruda y tierna con 3 cervezas: dos para suavizar su carne, y una para armarte de valor. Yo nunca le intenté a las chiquillas, solamente le traen problemas a uno porque se enamoran fácilmente de los viejos que las impresionan. Para que quieres que las dejas panzonas y después estando viejo, que cara vas a dar. Hay quienes si vienen cada viernes y sábado, se cenan dos y piden otro plato para llevar.
Lobos como ella y yo somos viejos, con mucha piel y pelos caídos, pero aun tenemos nuestros dientes. Aquellos que miras aquí, enfundados en sonrisas, perfumes baratos, aliento alcohólico, casi calvos, aparentando ser más jóvenes, son lobos podridos tirándole a hienas a medio morir, mordidos por un león noble que les tuvo la lastima de dejarlos pudrirse. Es así la vida de la noche, siendo espectador y bailarín en espera, alrededor de los círculos de baile en este salón: o eres un león, una hiena o un cordero. Pero dentro de la pista, las pieles se confunden entre la luz y el fuego que lo purifica todo, y hay quienes la pervierten.
Ella platica unos minutos con todo mundo. Desenfunda las piernas como una espada, afiladas. La siguiente pieza suena y se despliega a cada rincón del salón. Me mira, nos sonreímos en un “hola” silencioso y entra a la pista, lanzándose en ritual a la pira, purificándose, limpiándose de la vida pasada de toda la semana.
Abre los ojos cada mañana y dentro de su habitación hay un silencio que pasando los minutos de preparación ritual para ir a dar clases. Se llena de sonidos, intercalados entre una nota de piano y el rugir de la ciudad. En las noches, al regresar de nuevo a la habitación, el acto se cierra recargando la cabeza y sus pies hinchados, espada sin filo y un pesado pasado.

Dándole otro sorbo a la cerveza y mirando al cantinero, recuerdo los primeros días en que la vi llegar tomada del brazo de alguien más. Yo lo veía cuando llegaba con ella. Parecía que había sido alguna vez musculoso, pero ya solamente estaba cuadrado y yo, como médico, sabía que iba a terminar patético entre las hojas secas. Su orgullosa barbilla levantaba el vuelo como un águila que después caía como bombardero a mirar las mujeres pasar. Permanecían sentados mientras la pira aumentaba su ardor y ella, con las alas clavadas al suelo, manteniendo una plática que sus cejas gritaban falsa y superficial. Mi amada solamente dialoga con el aire que se desgasta a su alrededor, consumido por los movimientos de brazos, piernas y caderas rematando el cielo en corona con unos movimientos de cabeza que mezclan las nubes en un par de alas. El no la entendía. El nunca entendió nada. Veinticinco años de matrimonio donde la pira y el carnaval de las alas solitarias fueron sustituidos por golpes y gritos. Fue el silencio y el sollozo.
Yo no tuve que intervenir, no era necesario, para que ella le rugiera como un león de Nemea. Un rugido tan fuerte que al tipo le reventó la cabeza y del muñón salió una paloma de falsas plumas blancas que voló lejos, muy lejos hasta una jaula en un pueblucho polvoriento, ignorante y bicicletero, donde fue asesinado hasta la vejez por una princesa de orgia vulgar. Después de la huida muchos quisieron abordarla, invadirla, cantándole bonito, impresionándola, prometiéndole el amor que ella, en el lenguaje del baile le imploró a todas las vida. Esas hienas, las hienas podridas son regiones obscuras donde el hombre que no quiso ver el exterior de la caverna se esconde teniendo miedo de todas las cosas y odiando cuanto ser se le ponga enfrente.
-¿Ves esto? Admíralo, es lo que te voy a dar por besarme, mi lujuria, mi odio, el cáliz de mi sangre.
-Te odio, te odio por ser bonita, por ser mujer, por no ser yo.
-Mi lujuria, mi sexo, mis complejos, te los doy, te los echo encima, nuestra alianza nueva y eterna.
Diálogos sin sonido y con eco en los tiempos y cuerpos de los corderos, los viejos no los podemos evitar. Veo como algunos la sacan del baile, de su trance comunicándose con la vida y la existencia. Retornan al vacio de su creación cuando, sutilmente, entre un paso y otro hábilmente buscan su mano y cuando la encuentran, dan un tirón que lastima el alma, porque sin concentración el fuego quema y daña la vista, es nadar en sal con los ojos abiertos.
-Hay que ver el mundo con el sonido, los ojos del corazón- me dice ella, después de hacer el amor.
Estamos solos, par de viejos leones, lobos, humanos, nos quedamos las tardes libres bailando al son y después haciendo bailar nuestros cuerpos, haciendo espirales de canto sobre la cama.
Para ella, tanto bailar, escribir o pintar es hacer el amor.
-Es hacer el amor, mi amor –me dice entre sudores, aromas en su negra piel para besar sus caderas. –Es tomar lo que más amas de la vida y de manera sensual besarla con todo el amor que puedes dar teniendo en cuenta que creas algo, un porqué del sufrir, un por qué de esperar, un por qué de tanta lagrima, un por qué de tanta alegría, energía y movimiento, el hacer el amor, culminar en el orgasmo, es darle sentido a toda la maldad del mundo, una justificación del por qué aguantar todo esto. Es el preciso momento en el que obtienes el sentido de tu existencia. Hacer el amor es todo.
En ese momento recordé mi vida entera. Pero no te la contaré, porque eso me lo reservo para mí.
Termino de beber la cerveza y le pido a Tino que la cargue a mi cuenta. Solo espero a que esta pieza termine para entrar a la pista a saludarnos con el viento. Hace mucho aire esta noche y una ráfaga entra por la puerta que se abre y deja entrar a la gente novata (tarde como siempre). La miro en la pista. Somos solitarios, excepto para hacer el amor con el viento que corta el oxigeno, aguantar la respiración, vivir sin respirar y moverse, romper la línea de la muerte, porque la muerte llega antes de que te toque, decía mi tío en la mina. Presencio como el viento se mueve entre el azul marino y corta el oxigeno. Muslos, brazos, cadera, no se restringen en movimientos y los brazos cambian del cielo al inframundo con la libertad de un dragón diurno. Las luces del club se mezclan con el sonido y lo sienten con los ojos cerrados. El agua se evapora por que no es necesaria, se desecha toda posibilidad de apoyo porque eres libre de todo aquello que dependes. El pianista, que es su cuerpo, acelera los compases y la multitud aclama en silencio el virtuosismo de la mano angelical que es su cuerpo, que se ha separado de las teclas del mundo para hacerle el amor al aire, una y otra vez, en cada movimiento, en cada suspiro, en cada grito, clamor: saliva que se traga, pies que se estiran, mira al cielo, con alas, un ala tu y otra yo, una cicatriz en el vientre, pequeña y tierna y dos libélulas de mi sin razón, inundada en tu vientre. Paso mi pulgar en tu vientre con cicatriz y te digo que mires al cielo, estamos bailando con libélulas en el viento.
La pieza termina y todos gritan como amazonas aplaudiendo y sudando.
Ella finalmente me mira y se acerca paso a paso hacia mí. Me sonríe con sus ojos negros. Acerca sus labios a mí y termina como los poemas de una princesa guanajuatense de cuyo nombre no puedo recordar: con un beso a la luna. Me toca bailar con ella. Hola, mi amor.


19 de abril del 2009, la noche que recordé muy bien
como hacíamos el amor.

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