Semejante a la noche

De mi niñez tengo un primer recuerdo, el nacimiento de la oscuridad serena de las primeras noches. Me abordan muchísimas imágenes, fragmentos, pero es fácil confundir el sueño con el recuerdo, y creo que en lo normal los sueños se confunden con la realidad al retornar a nuestra niñez. Así es mi primer sueño: una bestia inconsciente en la cama de mis padres y mi abuela lavándonos las manos a mí y a mis compañeritos de la guardería, todo envuelto en las tinieblas; pero mi primer recuerdo es para mí mucho más surreal: mis hermanos no natos dormían en mi madre, era de noche y yo exploraba mi casa en el silencio nocturno, buscando encontrar algo que ni yo sabía si existía. Y ambos escenarios son unidos por la oscuridad. Fue necesario que el fuego fuera dominado para que el poeta pudiera cantarle a la noche desde la seguridad de la polis a la luz de la luna, y así el descubrimiento de la oscuridad fue desde una seguridad mucho más nostálgica de cosas que no había vivido más que por los relatos de familiares y sus tiempos pasados. En aquellas anécdotas la oscuridad era mucho menos espesa, con las noches oliendo a comida corrida, bombillas solitarias, un viejísimo local en alguna calle del Centro, calles a la luz de la luna, pero siempre esferas negras como un museo cerrado y durmiente nacidas de mi imaginación. Me sentía seguro desde la calidez de las palabras o las viejas películas mexicanas con sus vastos escenarios nocturnos, y tan solo eran las 10 pm, máximo 11 pm al vivir en casa de mi tía. ¿Cómo iba a imaginarme que muchos años después compartiría noches enteras con completos desconocidos o amores sonrientes? La noche sonríe. La dirección de mi vida ha tenido dos vertientes, una encrucijada en las que los senderos se abren paso como fantasmas uno del otro: sueño y memoria. Y el más claro ejemplo es que la oscuridad infantil habitaba especialmente en dos lugares: la habitación de mis abuelos y el jardín del segundo piso. Una habitación de 4 x 2.5 con paredes que mostraban capas de pinturas descarapeladas unas sobre las otras (“Ya salte de ahí, que tus abuelitos quieren dormir. ¡Y enciende la luz que pareces loco!”), una consola gigantesca con un tocadiscos que hace mucho se perdió (“No puedes quedarte ahí, que tu abuelito tiene una enfermedad en los pies”), una ventana enorme sobre un balcón solo accesible desde el antiguo cuarto de mi prima que daba a la infinita calle 4, (mi dulce y pútrido asfalto que aún arrastra centenares de pétalos de jacarandas tiernas) (“Esa consola tiene muchísimos años y tú la vas a deshacer en unos días”), y montones de ropa vieja con viejos objetos olvidados por la ejercicio del “botar”: ahí quedaron los recuerdos. (“Fue tu abuelito quien sembró esa jacaranda. Y las Huele de noche yo las traje de su tierra.”) Y las jacarandas floreadas en primavera eran inconcebibles de noche por ese ventanal, (“No te asomes que un loco te va a disparar”) pero arrancaban en mí una ilusión fantasmagórica: el farol de la calle iluminaba parte de la habitación con una enigmática forma geométrica digna de una película noir, cortando todo entre geometrías doradas y la negrura natural de las cosas. Puedo ver a mi abuela sentada a la orilla de su cama después de inspeccionar el sueño de toda su familia. Toma una pastilla entre la luz del ventanal y un camión que ruge en una calle lejana. La introduce en su boca y con sus dientes postizos la hace tronar con un sonido muy fuerte, obsequio del sueño en la casa. Su respiración es tranquila y ruidosa junto con el sueño de su marido. Mira la oscuridad y busca una idea. Tiene demasiado sueño. Y a la noche siguiente mi tía enciende desde su habitación la luz del jardín del segundo piso y mi prima, mis hermanos y yo salimos por la puerta que da desde su pieza. Un solo foco alumbra lo suficiente para que sus plantas agradezcan el canto de los grillos. Las Huele de noche lo llenan todo son su fragancia que más me recordaban la navidad que otra cosa. Mi prima y yo cruzábamos ese pequeño jardín custodiado por un enorme y viejo tinaco gris para asomarnos al patio de al lado: la trastienda de una abarrotería que asemejaba un viejo deshuesadero donde todas las tarde lográbamos escuchar el rugido de Simba, una cría de león que nuestro vecino consiguió en el mercado negro y el cual jamás vimos de frente. (“Cuando el cielo se pone rojo en la noche es porque va a temblar”) Y una vez en la cama donde dormíamos todos juntos, podía ver a través de las ventanas del jardín un enorme árbol oscuro que se elevaba en alguna calle cercana, semejante a una crucifixión por el cruce de las luces de los aviones a punto de aterrizar. A veces el cielo era rojo, otros azul y estrellado, y durante semanas era gris. Y toda la oscuridad que rodeaba la noche se ensalzaba con las platicas de mi prima, de chismes y mitos urbanos que escuchaba de compañeritos de la primaria, muchos de los que me tragaba mirando la noche e imaginando lo terrible que debe ser ver los mensajes subliminales de Disney, la Llorona buscando a sus hijos en plena Av. Ignacio Zaragoza, casi llegando a Puebla, los muertos debajo de los escombros en 1985 o, peor aún, el Apocalipsis según San Juan recordado y esperado ansiosamente por mi abuela. En ese entonces era la verdad. Pero yo tenía demasiado sueño. A un cuarto de mi vida me pregunto dónde estará esa oscuridad. A los 25 años he visto muchas noches, he visto muchas zonas de esta Ciudad y algunas del país donde la noche es mucho más vasta, fresca y abierta a la melancolía. En mi primera noche de mi primer viaje a San Fco. Del Rincón vi en plena madrugada, en las escaleras del hotel donde me hospedé a un viejo campesino lamentándose el descuido en que estaba la figura de una virgen. El completo e insoportable silencio de las habitaciones herméticas quebraban con el sollozo y rezo de un hombre que en verdad conocía el sonido del viento. Lo observé unos minutos con la poca luz que brindaba el tragaluz a 5 metros de nuestras cabezas y volví a mi habitación. Si uno se encuentra en la oscuridad, la noche no se encuentra igual en todos lados ni en todos los tiempos. Estoy sentado cerca de mi ventana al escribir esto, y escucho su ruido natural y caustico como un concierto barroco donde contrapuntean los ladridos, el generador de la fábrica vecina y los petardos o disparos de arma de mano, nada como el silencio de mi niñez. Sé que los sonidos de cada noche son únicos, que jamás hay dos similares, como copos de nieve cayendo en la ventisca. No he vuelto a escuchar esos silencios totales interrumpidos por el rugido de camiones o vochos o una sirena a la distancia. Un gato ha llorado en el estacionamiento. Oscuridad semejante a la noche de los días pasados puede ser el vacio al cerrar los ojos y taparse los oídos.

1 comentarios:

citla dijo...

Mazaflaaaaaaaaaaaaaá! habla tu consciencia...
Tinese que escribir sin calzones!